En las últimas elecciones municipales españolas la abstención alcanzó records absolutos, sobre todo en Catalunya y en particular en Barcelona. Muchas fueron las especulaciones que se lanzaron a los medios de comunicación sobre las posibles causas, sobre todo desde la tribuna privilegiada de nuestros responsables políticos. Unos aluden a un supuesto bienestar de los ciudadanos que inhibe su participación porque el estado de cosas que emana de las políticas públicas ya les está bien. Otros la justifican con el clima benigno, que empuja a la ciudadanía a salir de la ciudad en un domingo soleado. Algunos, quizás los más sensibles, prometen crear una comisión de expertos que analicen los motivos. Pero en ningún caso se recogen públicamente las causas manifestadas por parte de los protagonistas, es decir, de los propios abstencionistas. Esta reacción de la clase política, ofrecer la receta o realizar un diagnóstico antes de escuchar al afectado, es un síntoma paradigmático de, a mi entender, los fallos de nuestras democracias, que explicarían una parte importante de la alta abstención o, en cualquier caso, de la mía. Así que, por una vez, permítanme, señores políticos, que un abstencionista recalcitrante explique el por qué de su actitud.
Todos tenemos más o menos una idea del origen, tanto etimológico como cultural, de la democracia, situado en el demos –pueblo- de la Grecia antigua. Democracia sería aquella forma de gobierno en el que el poder reside en y es ejercido por el pueblo. Sabemos que nuestras democracias han evolucionado desde aquel casi mítico origen a una forma en la que el poder es delegado a un pequeño número de personas elegidas por sufragio, los políticos profesionales, que teóricamente representan nuestros intereses. Esta representación se configura alrededor de los partidos políticos, entidades que de alguna forma recogen y sintetizan el ideario de los diferentes segmentos sociales que confluyen en la ciudadanía. Pues bien, el primer fallo de nuestras democracias reside en la desproporción y la consecuente enorme distancia entre representados y representantes. ¿Cómo va a ser posible que nuestros representantes recojan nuestras inquietudes e intereses si es materialmente imposible que puedan dedicar ni un minuto de su tiempo a escucharnos a todos? En las antiguas asambleas griegas todos los ciudadanos libres se reunían en un mismo espacio para debatir y proponer las medidas para gobernar la ciudad. En nuestro tiempo esto sólo es posible en municipios suficientemente poco poblados, en los que la ciudadanía, por una cuestión de proximidad y de número, es capaz de comunicar a sus gestores, tras un debate participativo, las políticas públicas a realizar y de auditar su correcto cumplimiento. Por esta razón nuestros “representantes” políticos se ven forzados a concentrar sus oídos en dirección a aquellas pocas voces que son capaces de sobresalir por encima del ruido general. Y en este punto enlazamos con la segunda gran fuente de fallos de nuestras democracias.
Sea por la causa que sea el sistema económico que predomina en las democracias occidentales es el capitalismo o economía de mercado. El pilar fundamental de este sistema reside en la libertad que da a los ciudadanos para enriquecerse sin límites. Pero todos sabemos que la riqueza es finita y que si se acumula en manos de unos pocos a la fuerza existirán grandes segmentos de población con pocos recursos que, además, dependerán de los primeros para sobrevivir. Esta desigualdad inherente al sistema económico, unida a la incapacidad material del sistema político de atender los intereses de todos los ciudadanos, trae como consecuencia que nuestros “representantes” presten su atención privilegiada a aquellos que su poder les permite hablar más fuerte, es decir, al poder económico. Y hasta tal punto han prestado su atención a los opulentos que nuestra clase política ha acabado interiorizando su discurso, aquel que defiende la desigualdad justificándola mediante una mal entendida libertad. Para colmo de males, en un mundo globalizado en el que las fronteras son permeables al poder económico, resulta que las verdaderas decisiones sobre nuestras vidas las acaban tomando personas y organismos a las que ni siquiera tenemos la ocasión de elegir: multinacionales, presidentes de potencias económicas y organismos reguladores internacionales.
Por último, otra de las grandes fuentes de fallos de la democracia reside en la comunicación. Cuando la vía de comunicación del ciudadano hacia sus representantes y la posibilidad de debate ciudadano en asambleas están cortadas por un problema de número, la única vía de creación de opinión se circunscribe a los medios de comunicación. Pero estos medios cada vez están más concentrados en manos de unos pocos, usualmente de aquellos mismos que ejercen el poder económico, con lo cual la opinión de grandes masas de población resulta mediatizada por un filtro que marca la agenda de lo que es políticamente importante en cada momento.
Podría parecer que estamos condenados a convivir con el actual estado de cosas, y a aceptar que después de todo vivimos en el menos malo de los sistemas políticos y que, en consecuencia, es mejor votar para conservar lo poco que tenemos. Pero aunque abstencionista, no me considero un resignado. Creo en el poder ciudadano y confío en la capacidad de la humanidad para cambiar sus formas de vida si llega un momento en que éstas le resultan insatisfactorias. Actualmente ya existen muchos estudios y experiencias que muestran que otra democracia es posible. Lo único que falta es voluntad política para llevarlos a cabo y avanzar en esta dirección, que es la de dotar de mayores y mejores mecanismos de participación al conjunto de la ciudadanía, de introducir la democracia en la empresa o fomentar la cogestión de éstas, de reforzar la política local y segmentarla por barrios en las grandes ciudades, de ser siempre transparente y crear los mecanismos de control ciudadano necesarios, de redistribuir la riqueza o poner freno al enriquecimiento desmesurado, de fomentar unos medios de comunicación realmente libres en manos de la ciudadanía, de democratizar los organismos internacionales y de proteger al ciudadano de los intereses de capitales foráneos. Mientras la clase política no se mueva en esta dirección y lo único que nos proponga sea una nueva ley electoral, como la catalana, que se limita a dejarnos votar unos días más o a limitar las listas cerradas de los partidos, yo seguiré desconfiando de esta clase política al igual que percibo la desconfianza de ella hacia los ciudadanos.
Éstas son las causas profundas de mi abstencionismo. Se podrían enumerar muchas otras, como el circo electoral de las campañas, las corruptelas y tratos de favor de los partidos, las promesas incumplidas, el despilfarro de la publicidad electoralista, el desprecio hacia iniciativas sociales que no estén controladas por las instituciones y un largo etcétera, pero en el fondo se trata de causas segundas, consecuencias directas de la distancia hasta ahora insalvable entre la ciudadanía y sus políticos.
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