martes, 11 de noviembre de 2008

Historia de una foto: subida a una duna del Erg Chebbi en Marruecos

Foto galardonada con el X premio de la Secretaria de Joventut de la Generalitat de Catalunya

La noche anterior habíamos dormido en la terraza de un pequeño hostal a unos kilómetros de Merzouga, al sureste de Marruecos. El establecimiento estaba aislado de cualquier otro signo aparente de civilización, al final de una pista que discurría, como el rastro de un tiralíneas forjado por una mano divina, a lo largo de una hamada interminable. El desierto es frío de noche, incluso en el más tórrido de los veranos, pero la visión del manto estrellado que nos cubría compensaba con creces la sensación de desamparo.

El silencio y las estrellas, las estrellas y el silencio, atributos de una noche que induce a experimentar en la propia piel aquello que los primeros antropólogos describieron como “participación mística” al referirse al estado emocional que provocan determinados rituales ancestrales. Uno se siente formar parte de una unidad con el todo que está más allá de lo humano, demasiado humano.

A la mañana siguiente nos levantamos bien temprano, con la primera claridad del día, y nos dirigimos hacia una de las dunas más altas del Erg Chebbi. Queríamos alzarnos sobre ese mar anaranjado para contemplarlo hasta donde abarcara la vista. Mientras decidíamos qué camino tomar aparecieron de la nada dos, cinco, catorce y al final una veintena de chiquillos sonrientes que gesticulaban y nos hablaban en una lengua extraña. Señalaban nuestros pies y nos tiraban del brazo o de la mano con insistencia. Nos dejamos llevar. Ya habíamos aprendido que por esos lares la amabilidad y la hospitalidad están por encima de las posibles recompensas.

A medida que íbamos subiendo nuestras piernas se hacían más pesadas. Entonces nos descalzamos y entendimos lo que nuestros pequeños guías nos habían intentado transmitir al principio. El pie se hundía pero ofrecía menos resistencia. La arena estaba todavía fresca. Enfilamos la subida a la duna por una de sus aristas, otro de los trucos que nos enseñaron los experimentados chavales. A medio camino empezó a soplar el viento, al principio suavemente, después embravecido. Una nube de polvo nublaba la vista y cada vez era más difícil avanzar. Unos cuantos abandonaron y sólo dos o tres continuamos, arrastrados por la fuerza cada vez mayor de nuestros acompañantes. Finalmente llegué a la cima. Al otro lado el mar de dunas era inmenso y traspasaba la frontera argelina. Fue justo entonces cuando me giré para ver quién me seguía y la imagen velada que me llegó activó algún recóndito mecanismo que me hizo desenfundar mi pequeña compacta y disparar casi instantáneamente, sin tiempo a pensar ni en encuadres, ni en diafragmas, ni en velocidad alguna. Era el año 1992, cuando todavía no existían ni la fotografía digital ni el Photoshop. La imagen está tal cual la tomé, salida sin más artificios del revelado químico. Mi cámara se paró allí, no quiso continuar, como si hubiera dicho “basta, hasta aquí he llegado y me doy por satisfecha”. La arena que le entró en ese momento fue suficiente para frenar el avance del carrete. Tuve que tirarla al volver a casa pero la alegría que me dio con su última foto compensó la pérdida.

Desde aquí quiero, a través de esta imagen, rendir un homenaje a aquellos risueños compañeros y guías de nuestra subida a la duna. Sin poseer nada no nos pidieron nada. Es uno de los mejores regalos que he recibido nunca durante un viaje.


3 comentarios:

Anónimo dijo...

Fué un viaje inolvidable, nos abrieron los ojos a un mundo totalmente distinto al nuestro y donde aprendimos a conformarnos con muy poco.......por no hablar de la compañía!!

Arantxa

Anónimo dijo...

He llegit bé? en el 1992. Jo també recordo l' ascenció a la mateixa duna, en el mateix lloc, el color taronja que omplia tot l'horitzó i sobretot el so del vent que movia la sorra.Gràcies per fr-m'ho recordar.

Anónimo dijo...

em vull presentar. El comentari anterior és meu i em fa molta il.lusió compartir aquesta experiència.