martes, 29 de junio de 2010

La falacia económica



Las épocas de profundas crisis sistémicas como la que estamos viviendo en este momento suponen una oportunidad única para cuestionarnos los fundamentos de nuestras sociedades. Aquello que creíamos bien sustentado, inquebrantable, una verdad insoslayable, de repente se derrumba y entre las ruinas nos preguntamos extrañados qué ha pasado.



Uno de los logros de los que la moderna civilización occidental estaba más orgullosa era la aparente autonomía que había conseguido el individuo al desligarse de las fuerzas de la naturaleza que gobernaban la vida rural. La industrialización, la nueva vida urbana y la mercantilización del siglo XIX impulsaron todo un nuevo conjunto de actividades que proyectaban al hombre hacia un futuro de múltiples posibilidades, de mayores cotas de libertad. Dos siglos más tarde nos damos cuenta de que las fuerzas naturales se han trocado en fuerzas del mercado. Tan ingobernables como las primeras, vivimos a merced de una mano invisible, amorfa, ubicua y global que, como si fuera la mano de un nuevo dios, golpea sin piedad el sistema económico de un continente entero. ¿Qué ha pasado para que lleguemos a esta situación de indefensión total, de dependencia absoluta de los oscuros designios de este nuevo dios-mercado?



Una de las falacias más extendidas entre nosotros es la consideración de que la economía es equivalente al mercado, es decir, a un sistema de oferta, demanda y precio. No concebimos ya una economía que no sea una economía de mercado y desde que el trabajo y la tierra se convirtieron en mercancías, vivimos en una “sociedad de mercado”. Pero en esto consiste la “falacia económica” de la que nos habla el historiador Polanyi en “El sustento del hombre”. El mercado, nos cuenta, es un invento del siglo XIX y el racionalismo económico que impera desde entonces nos ha acostumbrado a pensar en que todo se mide en función del coste y beneficio. Nuestra tarea como “homo economicus” consistiría en cada momento en maximizar el beneficio con los propios medios para huir de la escasez. Esta idea se basa en que tenemos necesidades ilimitadas. El carácter de “ilimitado” lo da el dinero. Nunca sobra, nunca es suficiente, todo se puede comprar y los lujos de hoy se convierten con facilidad en las necesidades del mañana.



La economía, sin embargo, tiene que ver con el sustento del hombre, con la satisfacción de nuestras necesidades materiales. Y el sustento del hombre no supone un problema de escasez porque los deseos y necesidades humanas no son ilimitadas. Aristóteles ya nos decía que la buena vida requiere sólo tiempo libre para dedicarlo al servicio de la polis, de la comunidad. Ciertamente, la satisfacción que proporciona un servicio de ayuda mutua comunitaria es impagable y es inaccesible para un millonario que vive en una isla desierta de su propiedad. ¿Qué camino tomar, entonces? Además de esta revolución moral pendiente, de reexaminar lo que en verdad es o no es necesario para la “buena vida”, hay que devolver a la economía su significado originario sacando del mercado todo lo que requiere el sustento del hombre en sentido amplio: la educación, la sanidad, la vivienda, la alimentación y la energía mínima para vivir con dignidad. Que los mercados no nos toquen, por muy enfurecidos que estén, las condiciones mínimas de nuestro sustento.

La falacia económica tiene otro corolario a nivel estatal: hay que crecer siempre. Pero en un mundo finito esto es imposible, y nuestra sabia madre Tierra empieza a mostrar síntomas de que la economía de mercado es insostenible. Urge, por tanto, tomar medidas adicionales. La economía de mercado sostenible ya no es suficiente, hay que decrecer. Se han de poner límites al consumo y si el dinero es el responsable último del carácter ilimitado de nuestras necesidades, se ha de instaurar una política fiscal mundial que establezca un límite al patrimonio personal. La avaricia de unos pocos no debiera poner en peligro nuestro sustento.

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